LA MUERTE DEL FÉNIX O EL FINAL DE UNA CIVILIZACIÓN DECADENTE
Las ideas expuestas aquí
no son nuevas ni personales. Han sido anunciadas por todas las Escrituras
Sagradas, desde tiempos inmemoriales, en toda creencia y por todas las
religiones, cualesquiera que hayan sido sus orígenes y cualesquiera que fueren
sus deformaciones posteriores. Actualmente 80 millones de seres humanos que han
buscado la Luz, están de acuerdo para reconocer en los tiempos actuales el
final de una era, caracterizada por “la dificultad de los tiempos venideros”
(II Timoteo, Cap. 3, ver. 1). Pero una idea tan próxima a la Verdad no está
destinada a quedar en el terreno de conversaciones ni exposiciones orales; es
necesario que para fecundar y dar frutos sea aplicada a la vida práctica y
material, de la cual dependemos tan estrechamente.
Se debe hacer notar que
desde hace unos cien años, los cataclismos, guerras, epidemias, psicosis
malsanas, han creado “paredes” en la familia humana, entre muchas otras, las de
personas que ponen estas catástrofes a su nivel personal, atribuyéndoles causas
económicas, políticas o sociales, y las de personas que han tratado de penetrar
las causas fundamentales y que sitúan el problema en la escala cósmica, por
decirlo así, dándose perfecta cuenta de que no hacemos los acontecimientos sino
que los padecemos. Y entonces, muy naturalmente provienen de todo ello las
cuestiones angustiosas del sufrimiento, del mal, de su razón de ser, de la
injusticia aparente con la cual azotan a los humanos. Y también, sin poder
contestar a estos inquietantes puntos de interrogación, se busca el remedio. El
único medio que poseemos en este tipo de investigación es la comparación con el
pasado. ¿En qué momentos de la historia registramos tales crisis, de qué signos
característicos se acompañaron? ¿Qué pasó con las civilizaciones y pueblos que
los padecieron, qué medios empleaban para reaccionar, y qué les aconteció si su
espíritu se abrió demasiado tarde? Tantos puntos necesitan largas
explicaciones, lo que no es nuestro objeto aquí, aunque trataremos de hacer
entrever su mecanismo, y luego nos será fácil establecer un paralelo con
nuestro estado de civilización.
Se debe notar que los
imperios y naciones que han dominado en el mundo antiguo, nos han dejado al
mismo tiempo que notorios hechos (hombres y fechas históricas, administrativas
o civiles) su mitología. Y concienzudamente nosotros entresacamos, clasificamos
y aprendemos en las escuelas y colegios oficiales únicamente la enseñanza de la
primera parte, a fin de obtener conclusiones; hacemos una ciencia oficial y
entonces denegamos a priori toda seriedad a las mitologías, que se encuentran
definidas, por miembros de academias, como simples “discursos fabulosos cuyo
interés es particularmente objeto de erudición clásica”. Sin embargo, estos
imperios indogangético, medo-persa, egipcio, griego y latino, eran gobernados
por sacerdotes y ninguna decisión importante era tomada sin consultar a estos
Colegios de Iniciados. Esas monarquías eran sometidas a la autoridad y
sabiduría de los sacerdotes, de los cuales era el Rey, muy a menudo, el pontífice,
y toda su ciencia sagrada nos ha sido transmitida detrás de la forma de los
hechos heroicos y mitológicos. Un fenómeno se reproduce siempre en estos
gobiernos y su repetición ha llamado la atención: que la decadencia de la
civilización comenzaba a partir del momento en que la idea religiosa y la
dirección religiosa eran excluidas del poder. Los primeros que se relajaron
fueron los principios morales; no estando sometidos a reglas de ayuno,
ablución, abstinencia, disciplina interior, rápidamente se corrompían las
costumbres. El equilibrio y el espíritu de sabiduría abandonaban poco a poco a
los pueblos y a sus dirigentes; las naciones guerreaban minando así la
estabilidad del orden económico y social, y en poco tiempo la fortaleza
material y social, intelectual y espiritual del momento que conducía al mundo,
se hacía pedazos abriendo ampliamente las puertas a las invasiones militares
sin defensa moral, sin dígito indicador ante las tentaciones y psicosis que se
apoderaban del alma colectiva del país.
¿Y a qué asistimos en
Europa, Oriente y en toda una parte de África sino a un ejemplo de este tipo?
“Sabe que en los últimos
días habrán tiempos difíciles. Pues los hombres serán egoístas, amigos del
dinero, fanfarrones, soberbios, blasfemadores, rebeldes a sus padres, ingratos,
irreligiosos, insensibles, desleales, calumniadores, intemperantes, crueles,
enemigos de la gente de bien, traidores, arrebatados, hinchados de orgullo,
amando el placer más que a Dios...” (II Timoteo, Cap. 3, vers. 1 a 5).
Hemos creído que las
necesidades del hombre se limitaban a las manifestaciones exteriores, y por eso
expresamente ha sido borrada de la preocupación de los conductores de naciones,
toda aspiración del sentido estético, ético y espiritual, sin darse cuenta de
que es una verdadera mutilación. Y estamos sorprendidos de no poder seguir
viviendo en el verdadero sentido de la palabra. La vida responde siempre del
mismo modo cuando nos damos a transformaciones de sustancia sin consultarla:
ella se debilita.
Es exactamente lo que está
sucediendo en el mundo actual. Sin aprovechar la experiencia del pasado, hemos
cortado sin escrúpulo alguno toda la vida religiosa e interior de nuestras
existencias; la mística de antiguas autocracias y teocracias ha sido suprimida
dejando un vacío que no sabemos con qué llenar y en el cual vienen a alojarse
todos los virus por los cuales morimos. Lo primero que hay que hacer es
conciencia de nuestra dignidad de hombres, de Hijos de Dios, con todas las
elevaciones y deberes de tal estado. No traicionemos más nuestro origen y
nuestra vestidura de Luz; no podremos continuar viviendo en tales condiciones.
Muchas personas, después
de los años terribles y dolorosos en los cuales hemos vivido y continuamos
viviendo, se están dando cuenta de que estábamos atrofiados y que nuestros
males provenían de nuestra irreligión. Sintiendo la imposibilidad de reformar
al mundo entero y de traerle una consideración más sana de las cosas, estos
pensadores tratan de salvarse ellos mismos adhiriéndose a agrupaciones de
investigaciones espirituales y de Fraternidad Universal. Pero cada una de estas
agrupaciones trabaja en la oscuridad, en el silencio, en busca de la Verdad,
pero sin tratar de propagarla. Más la hora ha llegado para que las fuerzas del
espíritu vuelvan a tomar el puesto que les pertenece en la vida de los hombres
y restablezcan el equilibrio destruido por nuestra civilización demasiado
material; es necesario -y de
modo urgente- hacer salir a todas las sectas del dogma y de cierto fanatismo
religioso que las limita más o menos y
hacer volver a cada una a la pureza de su primitiva enseñanza, que ha padecido
deformaciones causadas por intereses privados, que se han deslizado en este
terreno que no les era propio.
En tal estado de cosas,
nos vemos obligados a concluir que las enseñanzas son las mismas, y que en
todas partes, budistas y mahometanos, cristianos con todas las sectas y
“sub-sectas” a quienes estas grandes enseñanzas han dado nacimiento, predican
el amor del prójimo, el amor a la Verdad, el desinterés, la pureza de
pensamientos, palabras, actos, la paternidad de Dios única para todos, la
posibilidad dada a todo ser de nacer nuevamente en el respeto de la chispa
divina que está en él y en todos los demás hombres: sus hermanos. La hora ha
llegado de poner a la luz todas estas Verdades, y de hacerlas regir en la
humanidad. Es el espíritu, es una adhesión al espíritu de Fraternidad Universal
que nos trae la Nueva Era, la del Aquarius. Y el espíritu de fusión de la Misión del Aquarius ve todas las enseñanzas existentes ya
desde muchos años, concretizarse y enriquecerse de fuerzas nuevas a fin de
preparar la humanidad del mañana.
Han pasado los tiempos de
la enseñanza subterránea, llena de misterios inexplicados, donde la luz era
cuidadosamente tamizada, donde toda instrucción tomaba un aspecto de ocultismo
malsano.
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