CORRIENTE CRÍTICA CIUDADANA
COMUNICADO NÚMERO DOS
EL
PODER: UN MANDATO PARA SERVIR
Joel
Hurtado Ramón
Todo poder es vinculante y
esto es más que una reflexión
compartida.
El poder es una relación
social. No es un dato de la naturaleza, sino que tiene un origen eminentemente
social. Se constituye no por la fuerza inherente a un individuo, un clan, un
linaje o un grupo de interés, sino por la aquiescencia de toda una comunidad de
sujetos investidos de ciertos atributos que residen en su radical condición de
seres humanos: son libres y se hallan dotados de inteligencia, voluntad y
emociones. El recipiente del poder no es, así, en rigor, un sujeto colocado en
una situación de privilegio, facultado para servirse de él en provecho propio.
Si sabe auscultar su situación con un mínimo de lucidez, sabrá que él es, por
encima de todo, un servidor, un mandatario, y que su posición de eminencia, su
liderazgo, bien entendido, no es sino el reflejo de una voluntad popular. En
esta acepción del poder, la política deja de ser una acción instrumental que
trata el mundo, la sociedad, la comunidad como objetos pasibles de
manipulación.
El poder, en tanto es
instituido por la comunidad, constituye parte de ese mundo creado y a la vez
está al servicio de él. Son innumerables las acciones que se pueden ejercer
desde el poder. Pero, en rigor, todas ellas deben estar remitidas a dos esferas
de valor esenciales: en primer lugar, a la noción de lo que es estrictamente
justo según una consideración de lo universal humano, y en segundo lugar, a la
noción de lo que es bueno y deseable según los acuerdos establecidos en una
comunidad particular.
El poder debe estar siempre
uncido a la obligación de ser representativo. De hecho, esa representatividad
es la que lo hace legítimo. Esa representatividad, que es obligación siempre
renovada del depositario del poder, tiene un anverso complementario en la
responsabilidad. Una comunidad política llega a ser una comunidad ética
solamente si sus miembros tienen la posibilidad, pero también la disposición,
para ser ciudadanos en el sentido estricto de la palabra.
Es decir, sujetos que no
sólo reconocen su pertenencia a la comunidad, sino que hacen de dicha
pertenencia una experiencia activa en la que asumen compromisos y tareas y en
la que se hacen cargo de sus acciones y decisiones.
Un ejercicio ético del poder
reclama, también, que la comunidad sepa dejar atrás esa forma de relación
política, que es una forma de asumirse a sí misma como objeto, para entablar
otros vínculos de exigencias más complejas, entre las cuales la demanda del
reconocimiento y del derecho a la participación son esenciales.
Con facilidad confundimos
autoridad real y autoridad administrativa, o autoridad y poder, sin caer en la
cuenta de que no siempre quienes tienen la autoridad administrativa o el poder
tienen la autoridad real. Confusión que se acrecienta cuando reducimos un
concepto ético-político como el de autoridad a una perspectiva sociológica,
psicológica o jurídica.
Para el sociólogo, la
autoridad es la capacidad de imponer y obtener obediencia que detenta una
persona en un grupo. Para el psicólogo la autoridad es un rasgo del carácter
con el que determinados sujetos resuelven los conflictos; a veces los problemas
de autoridad se reducen a problemas de liderazgo; no en vano la autoridad ha
sido un problema importante para la psicología social, muchos años después de
haberse detenido únicamente en el estudio de la personalidad autoritaria. Para
el jurista, la autoridad se identifica con el servicio a la legalidad, con el
poder formal, con el sometimiento a la ley, con el imperativo de la legalidad.
Son autoridad quienes sirven a la legalidad, tienen autoridad quienes las leyes
han colocado al frente de la comunidad. Estas simplificaciones han contribuido
a que desalojemos el concepto de autoridad de la pregunta por los fundamentos
éticos de la política.
En ética política el
concepto de autoridad es más complejo que el de poder. El poder político no es
únicamente la capacidad de hacer algo en una comunidad, sino la capacidad de
que las cosas se hagan, sea voluntariamente (poder como consentimiento) o sea
por la fuerza (poder como coacción, como capacidad para imponer sanciones).
Aunque en castellano a veces
utilizamos el término poderío para nombrar esta capacidad de que las órdenes se
cumplan, independientemente de que sea con el consentimiento de la voluntad o
con el uso de la fuerza para coaccionar la voluntad. De ahí que el poder
político no sea un poder cualquiera sino un poder coactivo; en este sentido, lo
más específico del estado moderno y de sus representantes es disponer de la
capacidad de que las órdenes se cumplan por la fuerza. Aunque, claro está, ya
no se trata de un poder coactivo cualquiera (fuerza bruta), sino de un poder
legitimado por el derecho y la ley (imperio de la ley). Este era el sentido en
el que M. Weber definía el estado moderno como la institución que detenta el
monopolio de la violencia legítima.
El vínculo de unión, de cohesión y de
solidaridad no puede conseguirse por la fuerza o por el poder coactivo,
coercitivo y sancionador de las leyes. La crisis de legitimidad es una crisis
de la autoridad, porque quien cumple sus obligaciones ciudadanas no lo hace por
convicción sino por convención, no se obedece al poder político por obligación
moral sino por obligación legal. Por ello, el de autoridad es un concepto
específicamente moral, dado que el poder político sin autoridad o es opresivo
(se impone sólo por la fuerza) o es impotente (no genera un mínimo consenso).
Así pues, una de las tareas más importantes de la ética política es proponer la
transformación del poder (capacidad de coacción) en términos de autoridad
(capacidad de dirección).
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